La antiambición: ¿es mejor ser mediocre que dejarse la piel en el trabajo?

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Desde que empezó la pandemia, ¿deambulas por casa como un zombi de puro aburrimiento? ¿Tu vida se ha vuelto tan monótona que hasta las películas que echan los domingos por la tarde en la televisión parecen más interesantes? ¿O te sientes culpable por bajar un poco el ritmo teletrabajando desde casa, a pesar de haberte dicho que hay que darlo todo “por el bien de la empresa”? Tal vez la respuesta a todos estos problemas sea volverse “antiambicioso”. Echemos un vistazo a esta forma de tomarse la vida.

Paul Douard, redactor jefe de VICE Francia y autor del libro Je cultive l’anti-ambition (que en español se traduciría como “Yo cultivo la antiambición”), comparte su filosofía de vida y nos invita a dejar de lado nuestra malsana obsesión por el éxito. ¿Su única ambición? Ser un tío normal y corriente.

Paul, da la sensación de que, en estos momentos, a todos nos hace falta poner en práctica la antiambición. ¿Puedes contarnos un poco más sobre este concepto?

Mi definición de “antiambición” ha evolucionado a lo largo de los años, pero en la actualidad se centra principalmente en no perderme en el trabajo. De hecho, adopté esta idea bastante rápido nada más entrar en el mundo laboral. Al principio de tu carrera, te meten en la cabeza que tienes que demostrar tu valía, darlo todo y trabajar sin contar las horas. El problema es que yo sí que quería contarlas. No tenía ningún deseo de ser el mejor, ni de convertirme en el esclavo de mis jefes. Pero eso tampoco significaba renunciar a todos mis sueños y encadenarme al mismo trabajo durante 25 años sin perspectivas de progresar. Solo era cuestión de ponerme ciertos límites, como no rebajarme hasta el punto de seguir ciegamente a mis jefes o de trabajar hasta la extenuación. Y eso es justo lo que hice.

¿Cómo se define la antiambición en cuanto al comportamiento?

Durante los primeros años de mi carrera, siempre era el primero en salir de la oficina. A las 18:01 mi mesa estaba vacía, y eso no siempre se veía con buenos ojos. Incluso ahora, en VICE, hay veces en que me marcho a las cuatro de la tarde e invito a los que no tienen trabajo pendiente a hacer lo mismo. No creo que la cantidad de trabajo invertido garantice automáticamente el resultado deseado. Simplemente te sacrificas más y asumes un mayor riesgo. ¿Por qué llegar a tales extremos cuando es tan fácil como hacer bien tu trabajo y ser amable? ¿Acaso no es suficiente? Evidentemente, no le diría al trabajador de una fábrica que trabaje “menos pero mejor”, ya que soy consciente de que esta lógica no se aplica a todos los oficios. Sin embargo, sí que es compatible con muchos trabajos de oficina. En mi caso tuve suerte, porque mi primer artículo para VICE como periodista independiente trató sobre la antiambición. Les dejé claro que odiaba el trabajo y eso hizo que me contrataran después.

Más allá de la cuestión del tiempo, la capacidad de decir “no” también me parece fundamental. Cuando dices que no, demuestras que tienes el control de lo que tienes que hacer, que no estás dispuesto a hacer cualquier cosa. Eso te ayuda a recordar que si tienes demasiado trabajo o si un proyecto parece poco razonable o incluso inviable, nada te obliga a llevarlo a cabo. Muy pocos empleados se atreven a decir que no a su jefe o a sus compañeros, a pesar de que hacerlo, pocas veces afecta a su trabajo.

“No estoy defendiendo el fracaso como una forma de aprender a ‘volver a levantarse’. Fracasar puede significar simplemente que algo se te da mal, que nunca cambiará y que tienes que seguir adelante”.

Entonces, ¿esta filosofía de vida te ayuda ante todo a mantener un equilibrio sano entre el trabajo y la vida privada?

Es cierto que la “antiambición” me ayuda a ver las cosas con cierta perspectiva: un trabajo sigue siendo un trabajo. La mayoría de las veces, si tienes que hacer una tarea un viernes por la noche pero no te pones a ello hasta el lunes por la mañana, no se muere nadie. En su momento también me ayudó a relativizar los objetivos que se me marcaban y que, en realidad, tal y como descubrí cuando me convertí en jefe, ¡surgían de la nada! No son más que excusas para motivar a los empleados, y puede que para algunos sean necesarias. Pero el mundo seguirá girando tanto si logras alcanzar ciertos objetivos para una fecha concreta como si no. No se trata de una excusa para no hacer nada, pero ayuda a poner las cosas en perspectiva.

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Es curioso porque, leyendo tu libro, cualquiera diría que eres como un elefante en una cacharrería, tus textos son muy provocativos y cínicos. Pero luego, en persona, tu forma de hablar es bastante matizada.

Creo que, con este libro, la gente debió de pensar que yo era el típico que un día lo deja todo y rechaza lo que tenga que ver con trabajo. Pero eso no es cierto. Tengo compañeros y me gusta llevarme bien con ellos; siempre tengo abiertas cuatro hojas de cálculo de Excel; uso Slack; a veces meto horas extra para terminar un proyecto, ¡como todo el mundo! Lo principal es no convertirse en un psicópata con todo esto. Cuando escribí el libro, estaba un poco más alterado. Estaba harto de mi primer trabajo en una agencia de comunicación. Tenía 24 años, acababa de graduarme, se suponía que iba a encontrar un buen trabajo y acabé en una empresa horrible. Pensé que mi carrera iba a ser larga y difícil.

Pero a día de hoy, creo que no deberíamos alterarnos tanto ante la más mínima decepción. Si tienes la suerte de poder elegir dónde quieres trabajar, debes aprovecharlo al máximo. Pero, sobre todo, no dudes en imponerte y decir “no” cuando sea necesario. Por desgracia, muy poca gente se atreve a hacerlo. ¿Tal vez porque tienen miedo a que les despidan? No sé, no creo que todo sea tan malo en el ámbito profesional. Igual soy yo el que tiene una visión distorsionada de las cosas, y resulta que en la mayoría de las empresas hay idiotas que nos despedirían ante la más mínima infracción. No obstante, sigo convencido de que no es así. De hecho, he conocido tanto a jefes horribles como a empleados odiosos que harían lo que fuera para que despidieran a su jefe.

Ahora que lo mencionas, debe ser complicado ser un jefe que apoya abiertamente la antiambición, ¿no?

No cambié de bando cuando me convertí en redactor jefe y he tratado de ser lo más honesto posible con la gente con la que trabajo. Para empezar, no espero que trabajen 40 horas a la semana ni que respondan a mis mensajes en 60 segundos. Y cuando tengo que motivar a un empleado, no le pongo objetivos aún más altos, sino que intento tener una conversación sincera con él para ver qué es lo que no marcha bien. ¿Es una cuestión de sueldo, de tareas, de problemas personales, de cansancio? Da igual lo que sea, hay que hablar de ello. Incluso le he dicho a más de uno: “Si no quieres seguir trabajando aquí, puedes decírmelo, no pasa nada. No voy a intentar despedirte”. Porque les entiendo. Yo mismo pasé por fases en las que ya no tenía claro si me seguía gustando mi trabajo, es humano. El hecho de presionarles más no les va a ayudar a tener las cosas más claras ni a darle la vuelta a la situación.

“Llega un punto en el que esta forma de vida choca con todo un sistema. Es entonces cuando te pones tu máscara de buen empleado, trabajas un poco más de lo normal, le dices a la gente lo que quiere oír y haces lo que se espera de ti”.

Dicho esto, una cosa que me resulta realmente difícil como jefe es conseguir que la gente acepte que las meteduras de pata ocurren. El fracaso tiene un impacto enorme en nuestra autoestima, pero no debería afectarnos tanto; nuestro ego no debería quedar por los suelos solo porque, en algún momento, nuestro trabajo no ha sido tan bueno como esperábamos. Tenemos que entender que aún estamos a tiempo de conseguir muchas cosas. A veces yo también meto la pata hasta el fondo, y me da igual.

Dices que la antiambición te ayudó incluso a protegerte del fracaso… ¿En qué sentido? ¿Podría decirse que rebajaste tus expectativas para evitar la decepción?

Efectivamente. Desde que iba al colegio me metían mucha presión, siempre me repetían la típica frase: “Si no sacas buenas notas, te tocará ir a una mala universidad y acabarás en un mal trabajo”. Pero eso no es cierto. Y una vez más, yo soy la prueba de ello. Ya no me creo lo del efecto dominó. Más tarde me di cuenta de que puedes cometer errores y que no es para tanto. No estoy animando a la gente a embarcarse a ciegas en proyectos arriesgados, pero tampoco defiendo el fracaso como una forma de aprender a “volver a levantarse”. Soy más sensato que eso. Un fracaso puede significar simplemente que algo se te da mal, que nunca cambiará y que tienes que seguir adelante.

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También explicas que la antiambición no es un manual de instrucciones que hay que seguir al pie de la letra, y que a veces hay que “ponerse una máscara” para superar ciertas etapas de la vida profesional.

Por supuesto. Llega un punto en el que esta forma de vida choca con todo un sistema. Es entonces cuando te pones tu máscara de buen empleado, trabajas un poco más de lo normal, le dices a la gente lo que quiere oír y haces lo que se espera de ti. Puede que tengas un examen importante o que en tu oficina falte personal y tengas que ayudar a tus compañeros… No puedes escudarte sistemáticamente en la antiambición. En mi época universitaria, por mucho que me dijera a mí mismo que todo me daba igual, el derecho fiscal no se me iba a quedar grabado en la cabeza por arte de magia. Por suerte, a menudo es “solo” cuestión de sacrificar unos días y se acabó. Es como una cena familiar: no te apetece estar ahí, pero tienes que obligarte a sonreír a la abuela y tranquilizar al resto de tu familia sobre tu futuro profesional. Solo son unas pocas horas.

“Lo horrible del concepto de la meritocracia es que si triunfas, es gracias a tu esfuerzo, pero si fracasas, todo es culpa tuya”.

La entrevista de trabajo es otro de esos momentos en los que hay que ponerse una máscara. Pero cuando el entrevistador eres tú, les dices sin rodeos a los candidatos que no hay necesidad de “mentir” y que no pasa nada si no es el trabajo de sus sueños. ¿Qué pasa con quienes sí acuden a la entrevista completamente motivados?

Obviamente, hay personas que van a las entrevistas porque realmente quieren el trabajo, y luego están los que se presentan porque necesitan el dinero, pero sin ningún interés particular por la empresa en sí. Y eso no significa que no podamos trabajar bien juntos. Si un candidato me dice que su sueño es trabajar en VICE, puedo entenderlo ¡y me parece estupendo! Pero si me dice que no es la empresa de sus sueños o directamente no me dice nada, tampoco pasa nada. Lo único que busco es alguien agradable y con quien sea fácil trabajar, pero no espero que los candidatos vivan por y para el trabajo. Además, yo también intento ser súper honesto en las entrevistas, y no trato de convencerles de que todo será perfecto cada día.

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Actualmente eres redactor jefe, has escrito un libro, y sin embargo, como tú mismo dices, no te has dejado la piel para llegar ahí. También cuentas una anécdota sobre una vez en el colegio en la que no habías estudiado para un examen oral, pero fuiste totalmente sincero al respecto y tu profesora te aprobó, cuando deberías haber sacado un cero. ¿Qué te ha enseñado la antiambición sobre la meritocracia? ¿Sigue siendo algo en lo que crees?

La verdad es que no. ¿Igual es que a mi profesora le caía bien, o ese día estaba de muy buen humor? Ni idea. Lo que está claro es que fue injusto para la gente que había trabajado mucho más que yo, y que terminó con la misma nota. Lo mismo ocurre con mi puesto de redactor jefe en VICE: no soy el que más ha trabajado para llegar ahí. Esto demuestra que la forma de hacer las cosas es tan importante para una empresa como el tiempo que le dedicas. En conjunto, estas situaciones han reforzado mi forma de pensar, aunque hayan provocado muchos malentendidos y celos hacia mí.

“Ni siquiera entiendo qué se supone que significa la palabra ‘triunfar’ cuando eres empleado. Lo de darlo todo por una empresa tiene sentido si la has creado tú, claro. Pero un empleo sigue siendo un contrato. ¿Para qué esforzarse más de lo necesario?”

Después, hay que recordar que en la vida también hay cosas que solo dependen de la suerte, un montón de elementos externos que no puedes controlar. Es un mensaje que intento transmitir a las personas con las que trabajo, ya que ser consciente de ello te quita inmediatamente parte de la presión. Lo horrible del concepto de la meritocracia es que si triunfas, es gracias a tu esfuerzo, pero si fracasas, todo es culpa tuya. Y es que, por muy bueno que seas, si no te llevas bien con el que está por encima de ti, no llegarás muy lejos.

A todos nos gusta una historia con final feliz, una excusa para poder decir: “¿Has visto? Fulanito estudió en tal universidad o en tal escuela de negocios, a pesar de haber crecido en un entorno desfavorecido”. No hay nada malo en contar algo así, al contrario. Pero es una ilusión: estas pocas excepciones no son suficientes para demostrar que vivimos en un sistema meritocrático. Y, en cualquier caso, no creo que la idea sea viable.

Hablando de historias de triunfo, en tu libro pareces bastante molesto con ciertos modelos de éxito. Sientes aversión por la gente “cool”, o aquella cuyo único objetivo es tener un monovolumen y una casa en las afueras. ¿Acaso lo que te disgusta no es la ambición en sí, sino sobre todo a lo que conduce?

Echando la vista atrás, me pregunto si fue una forma de protegerme, porque en el momento en que empecé a escribir sobre la “antiambición” en mi vida no había ninguna de esas cosas. Pero siempre me ha gustado caricaturizar a la gente que fetichiza el trabajo, que siempre está “agobiada”, “súper ocupada” o “en medio de un gran proyecto”. Siempre me he preguntado si en cierto modo no es más que una coraza. Como si trataran de convencerse de que su trabajo es tan importante que justifica totalmente que le dediquen todo su tiempo. Por aquel entonces, estaba rodeado de demasiada gente con esa mentalidad, y creo que a veces eso me hacía cuestionar mi filosofía. A menudo me preguntaba si tendrían razón. Pero no.

“Todo el mundo dice que la vida es muy corta y que tu deber es conseguir un montón de cosas y dejar un legado. Pero la vida no es un videojuego, no te dan una puntuación al final”.

Lo curioso es que las personas que conozco que trabajaban súper duro al principio de su carrera, con el paso del tiempo cada vez se van pareciendo más a mí. Yo, por mi parte, he rebajado un poco mi “antiambición”, así que al final hemos acabado en un punto intermedio. Creo que, al igual que ellos, tras unos años de arduo trabajo muchos empleados se dan cuenta de que no es posible conseguirlo todo antes de los 30. De hecho, me atrevería a decir que puedes arruinar tu vida si haces demasiadas cosas a esa edad, e incluso puedes acabar sufriendo un burnout… ¿Y todo eso, solo por “triunfar”? La verdad es que ni siquiera entiendo qué se supone que significa la palabra ‘triunfar’ cuando eres empleado. Lo de darlo todo por una empresa tiene sentido si la has creado tú, claro. Pero un empleo sigue siendo un contrato. ¿Para qué esforzarse más de lo necesario? Es como querer pagar más de lo que pide un vendedor en un anuncio de Wallapop.

Una cosa que se repite a lo largo de tu libro es tu defensa a ultranza de lo “corriente”. Te gusta ser una persona normal y común y quedarte en lo que llamas “la zona gris de los vagos”, donde haces lo mínimo para salir adelante sin destacar ni hacerte notar.

Totalmente. Me di cuenta de que yo era así, y con el tiempo he aprendido a conformarme, y me encanta. Es fantástico poder decirte a ti mismo: “Puede que no sea el más simpático, ni el más guapo, ni el más inteligente, ni el más rico, y no pasa nada”. Por eso no intento superarme cada día en el trabajo. Si intento mejorar en ciertas áreas, acepto el hecho de que hay algunas en las que soy realmente malo y que siempre lo seré. Ser corriente también me permite ser anónimo y pasar desapercibido, y eso es algo que siempre he apreciado.

Creo que, como es natural, todos queremos triunfar en muchos ámbitos, como si eso hiciera que la vida “valiera la pena”. Todo el mundo dice que la vida es muy corta y que tu deber es conseguir un montón de cosas y dejar un legado. Pero la vida no es un videojuego, no te dan una puntuación al final. Me siento perfectamente satisfecho comiendo un sándwich mientras veo la televisión por la noche, no me parece en absoluto deprimente. Todos saldríamos ganando si dejáramos de machacarnos tanto. Esto va a sonar muy cursi, pero es así: hay que vivir la vida. Sé que suena como una de esas antiguas publicaciones de Facebook, pero al fin y al cabo es cierto.

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